Les propongo la lectura del cuento de Carlos Schlaen,
"Anchorage al Sur" para comenzar a transitar el Blog.
Cuando Alootook llegó a la esquina, se convenció. ¡Era ésa! ¡Sin ninguna
duda! ¿Qué otra esquina podría ser sino?, si allí estaban,
resplandeciendo a la luz de la luna: el taller, el depósito y la
sucursal del banco.
Había pasado por allí muchísimas veces, pero
nunca había reparado en ese rincón suburbano hasta que escuchó el tango
o, más precisamente, hasta que empezó a entender su significado.
Alootook
sonrió satisfecho. No hacía todavía un año que había dejado las heladas
costas del Ártico, habitadas desde tiempos inmemoriales por su pueblo,
los inuit (*), y ya estaba en condiciones de percibir los pulsos más
sutiles que latían bajo la piel de la ciudad.
Se había marchado
de su hogar, igual que tantos jóvenes lo hacen, en la búsqueda de nuevas
experiencias, pero para él fue mucho más que eso. Fue una revelación.
Apenas puso un pie en Anchorage supo que aquel sería su lugar en el
mundo. No se trató del mero deslumbramiento que provocan las grandes
metrópolis en el provinciano recién llegado. En este caso, fue un
sentimiento profundo, perdurable... y mutuo. Alootook amó a esa ciudad
como a una prolongación natural de la geografía blanca de su historia y
la ciudad le retribuyó, abriéndole sus puertas con inmediata
generosidad. El primer día consiguió un cuarto en un económico albergue
municipal y, el segundo, un empleo en la mayor envasadora de pescados de
la región.
Al cabo de unos meses su identidad con Anchorage se
había afianzado y Alootook recorría sus calles y avenidas con la
familiaridad del que siempre ha vivido allí. Sin embargo, comenzó a
advertir que eso no era suficiente. Anchorage era la ciudad más
importante de Alaska y le ofrecía estímulos que él no estaba en
condiciones de asimilar. Fue entonces que sintió la necesidad de
progresar y se inscribió en un programa de educación para adultos.
El único curso disponible, en aquel momento, era el de español. Y, eso, fue providencial.
Las
lecciones empezaron bajo el signo de la adversidad. La profesora de
español, una panameña que nunca logró habituarse al clima de Anchorage,
plantó a sus alumnos una hora antes del inicio de clases y regresó al
trópico de donde, según sus propias palabras, nunca debió marcharse.
Lo
intempestivo de esa deserción provocó una severa crisis en las
autoridades del programa. No contaban con otro profesor de español, pero
era una tradición que los cursos comenzaran en los días y horarios
previstos, y nadie quería ser el primero en quebrantarla. La solución
provino del sector más inesperado: el departamento de educación física.
Hiroyi Oshihara, un instructor de artes marciales recién llegado del
Japón, afirmó que, por ser un fervoroso aficionado al tango (género que
goza de una arraigada popularidad en su país), poseía aceptables
conocimientos del castellano. Al menos eso fue lo que se le entendió
porque Hiroyi tampoco dominaba el inglés, idioma oficial de Alaska. Ése
fue el otro hecho providencial.
Dado el carácter cosmopolita de
Anchorage, cuya población proviene, en gran medida, de diversas partes
del mundo, a Alootook no le llamó la atención que su profesor de español
fuese japonés. Lo que sí le llamó la atención, en cambio, fue su
presentación. Tras saludar con una sobria reverencia a sus nuevos
alumnos, Hiroyi Oshihara encendió el equipo de música portátil que traía
y sólo dijo una palabra:
—¡Tango...!
Alootook nunca había
escuchado un tango, pero el exótico sonido de los bandoneones y la
cadencia de sus compases lo hechizaron de inmediato. Se trataba de
“Sur”, en la versión de la orquesta típica de Katsumoto Nakumara, una de
las más antiguas de Japón, y la incomparable voz de Nariko Takama.
La
técnica del flamante profesor de castellano era novedosa. Consistía en
hacerles escuchar a sus alumnos, reiterada y sistemáticamente, esa única
grabación y en explicarles, con gestos y mímicas, el significado de los
versos. Sólo en muy raras ocasiones accedía a traducirles una palabra
al inglés. Algunos adjudicaban semejante rigurosidad a las exigencias
didácticas del método, otros, a la sospecha de que su desconocimiento
del inglés era mayor de lo que se suponía.
Lo cierto fue que,
promediando la segunda semana, el ausentismo había reducido la clase a
menos de un tercio. Alootook, sin embargo, fue de los pocos que
perseveraron. Y tuvo su recompensa. Esa misma tarde, hacía apenas un par
de horas, algo había sucedido. Fue de repente, al repetir una de las
líneas que tanto había escuchado y que, por fuerza, conocía de memoria:
“... Nostalgias de las cosas que han pasado...”
Sólo que, esta vez, a diferencia de las anteriores... ¡entendió...!
Y,
en un instante, todo tuvo sentido. Un montón de ideas estallaron en su
cabeza porque comprendió, además, que nada había sido casual. Ni el
tango, ni la letra, ni el poeta... No estaban hablando de historias ni
de lugares extraños o ajenos. Estaban hablando de algo que él conocía.
De sus cosas y sus nostalgias. ¡Esa era la clave!
Luego fue
imposible contener el fluir de la mente. En rápida cascada, otros
versos, enlazados con sus evocaciones más íntimas, develaron sus
secretos como un rompecabezas que empieza a adquirir forma.
“... y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón...”
Era
cierto que todavía le faltaban muchas palabras, pero ¿qué importaba que
no conociese el significado de “yuyos” o de “alfalfa” si había
entendido el resto? Por otra parte, no era tan difícil deducirlas.
Porque si de nostalgia se trata, ¿qué otro perfume le llena a uno el
corazón, más que el de la grasa de foca ardiendo una tarde de primavera
en el iglú o el suave aroma del salmón recién pescado? ¿Acaso pudo haber
pensado en otra cosa Manzi, el poeta?
El círculo de hechos providenciales empezaba a cerrarse. Para completarlo, sólo faltaba un detalle. El escenario:
“... La esquina del herrero...”
Y salió en su búsqueda apenas concluyó la clase.
Ahora,
que la había encontrado, el círculo terminó de cerrarse. Manzi, japonés
o no, había vivido en Anchorage y, esa esquina, al Sur del Polo Norte,
era la demostración.
“Sur, paredón y después...
Sur, una luz de almacén...
Ya nunca me verás como me vieras
recostado en la vidriera
y esperándote...”
Alootook
se detuvo bajo el cartel luminoso del almacén de suministros
industriales, miró el paredón de la sucursal del First National Bank of
Alaska y la antigua herrería de trineos de los Watson Brothers. Luego,
entornó los párpados e imaginó el rostro de la bellísima Qaniit, su
primera novia, detrás de una ventana. Y al fin, recostado en la
vidriera, como si la esperase, se dejó acariciar por el helado viento
nocturno.
(*) Inuit: nombre que se da a sí mismo el pueblo conocido como esquimal.